Ahí estaba yo, prefiriendo no pensar en lo sucedido. Me decía mi terapeuta que no era bueno vivir en los recuerdos, al fin y al cabo ya habían pasado, qué estupidez, pagar trescientos pesos por un discurso del todo absurdo. Hubiera preferido conceptos filosóficos incomprensibles a mi mente imprudente para justificar los actos perjudiciales con la cotidiana ignorancia, pero no fue así, y no obstante, tuve que contar todo, claro, sin lujo de detalle requerido, pues el tiempo es oro, por lo menos para el freudiano.
Quise comenzar con el “erase una vez” a lo que él inmediatamente reprendió sobre mi persona comentando que aquello no debía iniciar de tal forma porque se estaba dando tinte narrativo tipo cuento de hadas a la situación. Lo que no comprendió el muy subjetivo era que me refería a que erase una vez, tan sólo una sola vez que me encontraba en tal situación. Yo, un típico estudiante de filología que por mero gusto traía en su mano un libro de Jorge Ibargüengoitia cuyo título pasó al olvido al presenciar la escena. Dama, tez blanca, ojos calmos antípodas de mar muerto y gatos analistas, labios indescriptibles de formas neogeometricas, cuerpo de perfección no contemporánea pero si digna del mismo Rodín. Entró a la biblioteca haciendo a su perfume seductor protagonista del momento. Mis pasos para con Beatriz, la bibliotecaria se contuvieron para admirar el paso firme y concreto de la dama que después y sólo después supe que se llamaba… -Alto, disculpe que lo interrumpa, pero está desviando su relato. Comentó el terapeuta que había cortado de tajo el momento más inspirador. Me detuve un segundo para meditar cómo contar semejante situación que para ese entonces ya había llenado mi pecho de un tremendo suspiro.
-Cuénteme el acto, lo que pasó-. Dijo el terapeuta. Yo me di cuenta en ese instante que el tipo, (y le digo de tal forma porque con dicho morbo tropezó del escalón en el que lo tenía y le causó bajar de rango en mi escala de respeto) quería saber el preciso instante, el clímax, lo primordial, lo que en la entrevista inicial había comentado como mi problema. Realmente no me había dado cuenta de la impresión que causaba dicha cosa en los demás, y sólo hasta ver su cara de lujuria comprendí lo afortunado o enfermo que había sido. Aun así, aunque lo intenté, no pude resumir la historia como él tanto lo deseo.
Se dirigió hacía la sección de geografía, se perdió entre las enciclopedias geográficas y los libros insípidos, que al tenerle entre su atmosfera seguro cobraron vida. La seguí ante la mirada reprobatoria de Beatriz, la que a la distancia seguramente auguraba mi presencia y la que pudo ser alguna invitación, pero el destino, o más bien aquella dama boicoteó el orden cósmico de la razón.
Aquello era una excepción, un milagro, somenthing hard to believe, porque incluso para mí, el momento no representaba ni siquiera una posibilidad. –Míreme. Le dije fuertemente, a lo que le continuó una anotación en el papel prejuicioso que jamás dejó de acusarme de loco. -Soy como ellos, quieto, por lo regular oscuro, para nadie represento algo, pasan entre mí como si fuera, pero no soy, me acarician como lo hacen con ellos, pero me dejan al pensar que no hay nada interesante en mí, y me abandono, me creo la miseria de ser tan esplendido, porque lo soy, lo soy en verdad, qué acaso no lo es Iván Ilich, qué acaso no lo es Víctor Hugo, Virginia Woolf, Wilde… lo son; sin embargo están como yo, abandonados en los rincones de aquel cementerio conocido con un mejor nombre que no cause daños al prestigio de los genios, por esto que le acabo de decir le pido que no me juzgue, sino que entienda.
Yo no existía, y sí no hacía algo en aquel momento hubiera seguido siendo un fantasma aquejador de mi absurda vida. Que Dios me perdone, pero solté a Ibargüengoitia, caminé deprisa, me postré entre esas dos columnas de libros y usurpé el lugar de una puerta. Ahí estaba ella, sorpresivamente mirándome, haciendo con el dedo la trillada seña seductora del come on baby. No sé cómo, pero de pronto, me convertí en un hombre, di dos pasos firmes que seguro resonaron en el lugar, pasos que cimentaron el origen de mi hombría, de mi existencia.
Lo demás, no pude contárselo. Una pausa, tan largar que tuvo que intervenir.
-Siga, siga por favor. El Dr. Padilla ya no pedía, exigía, imploraba que continuará con la historia, pensé que en algún momento éste me golpearía o me ofrecería dinero por saber el desenlace, pero no, por más que hubiese querido no podría haberlo hecho. Me paré, vi el reloj, nos habíamos pasado diez minutos más de la cuenta, hurgué en mi pantalón sacando el dinero requerido, tomé mi saco y abrí la puerta. –Espere por favor, se lo pido, dígame qué pasó. Escuché de quien ya no era un terapeuta sino un público curioso. –No puedo contárselo, no podría por más que quisiera, en realidad no puedo.
Me fui como un maldito traidor, lo sé, pero mi alma se sentía tranquila y enviaba mensajes de prudencia a mis ideas, pues cómo dar fin a algo que no sucedió, cómo darme cuenta de mi patetismo.
Los pasos fueron borrándose con el aire del día, mi bolsillo quedó vació, yo me quedé loco, y mi terapeuta intrigado piensa, que la próxima sesión llegará pronto.
La terapia.
Publicado por
Blog de fomento a la lectura
martes, 22 de septiembre de 2009