Lentamente recurrí a una excusa, quizá no la más viable, tal vez hasta la más absurda. El calor sofocante era necesario para hacerme ver ridículo, para opacar cualquier sarcasmo intelectualoide que acompañara a mi facha, faceta, temple de escritor.
-Es tarde, me tengo que ir. Dijiste con una sonrisa que ocultaba la risa de mi desdicha.
-Pero si tan sólo son las seis.
-Es tarde para para mi.
La recompensa de aquella despedida fue la vista de tu cuerpo, tu espalda semi desnuda por aquella blusa que contrastaba por el aire frió, aquella que exhibía tus hombros atrevidamente y que conjuntamente mostraba tus curvas geometricamente exactas que dibujaban hasta abajo un par de piernas perfectamente torneadas. Agradecí que tu puerta tuviese tres chapas. Me quedé diez minutos afuera de tu casa, lo supe porque sabes que siempre fui un obsesivo del tiempo, eran las seis y diez. Vi como cada luz de tu casa se encendía y, como de vez en cuando la cortina principal ondeaba junto a una mirada para ver si ya me había marchado.
Una, dos, tres, cientos, miles y quizás millones de gotas se postraron sobre mi. No hubo motivos románticos para aquello, seguro los cambios climatológicos lanzaron esa lluvia inesperada, pero fue tan acertiva que agradecí a la madre naturaleza que me diera el fondo perfecto para un individuo tan patético en una situación tan trillada.
Mis sillones no merecían la infamia que les otorgué, mi cuerpo empapado se recostó por cada milímetro de éstos con el peso que mi alma había acumulado por la tristeza. Levanté sólo tres cuartas partes de mí para acercar el teléfono. Siete y media, la ausencia del típico "ring" de mi viejo aparato ya causaba estragos sobre mí. Intenté llamarte pero no creí que fuera lo indicado. Me aferré a la idea de que llamarías incluso en el sueño que concilie a las tres de la mañana. Más tarde pensé que lo hiciste, seguro así fue, sólo que estaba tan profundamente dormido que no lo escuché. Eso me calmó.
-Nuevo día. Pensé con mi gran excusa. Caminé aquel trazo que horas atrás era un fondo teatral del acto dramático. El otoño ahora sí concordaba con el sonido de cada hoja que crujía debajo de mis pasos.
Ahí estaba frente a tu casa, lo suficientemente temprano para que no me vinieras con lo mismo. Ocho y veinticinco. Esperé cinco minutos más, por protocolo de redondeo. Toqué solo un par de veces, sabía que saldrías, sabía que me mirarías y que desearías un beso mío. Pero aquello era sólo un pensamiento.
No saliste, seguro hubo una razón para no hacerlo durante los siguientes tres años, al cuarto ya no regresé, sé que si estabas, pero yo tuve que irme a otra ciudad, ya sabes, cosas del trabajo, de verdad no quería. Regresé tiempo después, cuando me convertí en un hombre hecho y derecho, si me hubieses visto te hubieras sorprendido, ya no habría hecho el ridículo. Ya no escribía, lo dejé de hacer cuando me di cuenta de que era muy malo. Mi mala suerte siguió siendo muy mala, no te encontraba, por más que te buscaba, por más que la lógica me decía que debías de estar, seguro hubo buenas razones, pero en fin. A veces aun paso por ahí, ya van varios otoños, sigue lloviendo inadecuadamente y me sigo mojando de vez en año a eso de las seis y diez. Mis sillones ya no sirven, la humedad los consumó, así como a mi corazón.