Don Luís se estaba meciendo a una velocidad promedio en aquella silla tan antigua, la misma en que su abuelo, Don Porfirio le contó sus primeros cuentos. El rechinido que causaba aquel mueble no era percivido por él, sus setenta años le pesaban más que como un número, como una cuenta larga de sus época de juventud. No se arrepentía, los recuerdos le eran tan presentes más allá que su cuerpo desgastado, era lo más vivo que tenía para que su contexto no se lo comiera.Un televisor, un videojuego, musica de banda a todo volumen y decenas de nietos que corrían protocolariamente de lunes a domingo, esparcidos en grupos de dos o mas.
Cuando la mecedora estaba en lo más alto de su trayecto, su mirada se asomaba hacía la pared que contenía sus retratos, sus amores imaginarios y sus triunfos de hombre, su cultura, su vida y su muerte, que se le presentaba a cada vistazo al comparar que las fotografías no envejecían, él sí.
María su esposa gritaba cada cuarto de hora con cualquier pretexto, pero quizá para saberse si aun estaba vivo, a veces tenía que ir a darle un par de palmadas para comprobarlo. Don Luís sonreía, nunca hablaba, para él ya se habían agotado sus palabras, durante sus años de intensidad se propuso pronunciar millones de frases, para que en su vejez no tuviera que dar excusas y disfrutar de su mecedora y de sus últimos instantes de vida. Era cierto, cada segundo le valía la garantía de su extinción, las horas se carcomían como eternidades indiferentes, y Don Luís solo leía el "guía", echaba un ojo al mundo y luego volvía a su existencia.
Don Luís no murió, se meció durante siglos enteros en aquel lugar, su cuerpo ya no estaba, se guardó en una caja debajo de puños inmenso de arena, pero Don Luís cesó su trayecto aventurero en la mesedora de su abuelo, para repensarse un poco, para darse cuenta de que muy quedito se escuchaba, un rechinido.
*titulo del escrito proporcionado por mi queridisisima amiga Pilar Quintero Márquez
*fotografía: jaime garba