Luisa tomó su falda más provocativa, no la más corta ni la más llamativa, solo la que provocará pensamientos eróticos en aquellos que la vieran, se puso el sosten negro transparente que resaltaba sus pequeños senos y una blusa negra que dejara ver la linea diminuta de su piel. Salió a la calle a eso de las seis de la tarde durante tres días seguidos, nadie la miraba, parecía que el mundo giraba hacía otro lado, daba vueltas y vueltas en el parque al que frecuentaban todas las personas, y ahí estaba, disfrazada de belleza, pero sin ser admirada. -Se lo pierden- decía Luisa con una voz ronca y un cigarro en la mano día tras día. Al final, regresaba a su casa, se desnudaba mientras llegaba a su alcoba y se tendía en la cama. Luisa lloró minutos enteros que en los tres días juntaron casi una hora, sus nalgas hacía el aire no expresaban sensualidad, luego giraba y algo entre sus piernas le decía la verdad, lloraba más, nadie lo sabía, ni las personas del mundo, ni los objetos de su alcoba, solo ella, y le dolía hasta el alma. Pasaba el rato y se desvanecía hasta que le entraban ganas orinar, se acercaba al baño y el sonido de su orina la colmó aquél último día, salió inmediatamente y tomó el revolver que tenía tenía en el cajón, jaló el gatillo. Su cuerpo calló sobre la alfombra marrón y se tiño de un color extrañamente oscuro, sus piernas abiertas dejaron ver su sexo masculino reposando flácidamente. No escribió carta de despedida, no estaba planeado, solo su hermana una semana después la encontró tirada en el mismo lugar, el maquillaje ya estaba penetrando su piel. Solo gritó -¡Luís!- y se quedó a la distancia, observó la falda y la blusa que había extraviado días atrás, un gesto de sorpresa con tristeza se colocó en su rostro. Suspiró enormemente acertando para sí misma, Luís tenía razón, no debía ser mujer, no era digno, porque era hombre.